viernes, 23 de enero de 2015

PRIMERA VEZ #ComedoresCompulsivos #Experiencia

Recuerdo la primera vez que crucé esa puerta, por acordarme me acuerdo de hasta como iba vestida. Entré con la cabeza agachada, como si hubiese cometido el mayor de los pecados capitales, como si mi deshonra no se redimiera con nada. Era la última puerta que quedaba por abrir. No había psiquiatra, ni psicólogo, ni pastilla antidepresiva que me quitase las ganas de comer y me devolviese las de vivir. Iba arrastrando mis culpas, mi vergüenza, mis complejos. Tenía los objetivos muy claros: 3meses en terapia, puesta a punto para la operación bikini y aquí paz y después gloria. Me recibieron como se recibe a cualquier recién llegado y al exterminar de su vocabulario las palabras dieta y terapeutas creo que me quedé de pie por la pereza de no tener que levantarme del suelo para irme a mi casa.   Y pensé que la desesperación me había llevado al sitio equivocado, ni siquiera tuve el valor de decir lo que era, de asumir mi realidad. Solo dije soy Aida (lo de comedora compulsiva me lo comí como solía tragarme las emociones) y cuando empecé a escuchar lo que decían aquellos "expertos sin titulación" sentí que una conexión fuerte y extraña me unía a ellos. Me acuerdo de cruzar miradas con algunos, de sentir el amor en los ojos de otros, de entender que su historia era la mía pero con variantes.  Y cuando todo acabó me abrazaron, me besaron y yo pensé que era mucha confianza para el primer día, que aquellas muestras de apoyo y entusiasmo no podían ser reales. Yo, que contra más quiero menos lo demuestro, yo que no besaba ni a mis amigas, yo que solo decía "te quiero" al malnacido de turno del que me hacía adicta. Salí corriendo de allí en cuanto pude y juré no volver. Esa noche volví a atracarme. Algo me removía las entrañas, me hacía pensar, me quemaba. Y las dudas, siempre las malditas dudas en mi cabeza. Hice encuesta popular para que los demás me dijesen si me convenía seguir yendo o no. Solo una persona me dijo: no tienes nada que perder. Y aún a día de hoy no sé como seguí cruzando ese umbral pero allí sigo. 
    Y cuando veo a alguien nuevo los prejuicios me acechan pero luego tienen agallas y dicen alto y claro su nombre, su problema y lo que opinan. Y a mi me dejan sin palabras. Ojalá alguien hubiese grabado mi cara el día que fui allí. Yo las que he visto de primeras son la viva imagen de la derrota, de la esperanza sin esperanza, de quemar el último cartucho. Y sé que yo también llegué en condiciones deplorables, empachada de vivir por obligación, despojada de ilusión alguna. Y lo que se a día de hoy es que esa gente me resucitó, me enseñaron que la vida se puede vivir bien y bonito, que no hay nada para siempre, que el esfuerzo, las ganas y el hacer por uno mismo valen más que cualquier tesoro, que la vida es un carrusel con altibajos, que los defectos pueden ser perfectos, que expresar emociones no es malo, que hay momentos para el llanto y la risa, para caer y levantarse, para negar y rectificar, para abandonar y volver, para derotarrarse o estamparse contra el muro de las obsesiones. Pero la mayor lección que me enseñaron fue a superarme, a perdonarme, a amarme, a responsabilizarme de mi vida, a poner límites, a no salvar vidas ajenas cuando la mía hacía aguas, a creer, a emocionarme, a esperanzarme. Incluso me enseñaron a volver del "lado oscuro" sin necesidad de sermones, imposiciones o mítines. Su silencio cuando quieren hablar, su respeto cuando yo me lo pierdo a mi misma,su preocupación dándome mi espacio, mi tiempo de ensayo-error y vuelve a empezar es el imán que me hace volver a su encuentro, es la metadona que alivia  tanto comilona emocional, tanto daño auto inflingido. Gracias a todos ellos se que si se quiere se puede, que la esperanza es inagotable y que una vida mejor es posible si yo decido darme una tregua y firmar el tratado de paz conmigo misma. 

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